Washington se convierte en el primer país en reconocer Jerusalén como capital de Israel y se desacredita como patrocinador del proceso de paz en la zona.
El miércoles 6 de diciembre Donald Trump anunciaba la decisión de trasladar la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén, reconociendo la Ciudad Santa como capital de Israel. Estados Unidos se ha convertido así en el primer -y por ahora, único- país en reconocer a Jerusalén como la capital del Estado sionista. Desde que Israel declarara dicha ciudad como su capital de manera unilateral en 1980, todos los países procedieron a trasladar sus representaciones diplomáticas a Tel Aviv a instancias de las Naciones Unidas.
La medida ha levantado tanto alabanzas como reproches, especialmente en Oriente Medio. Los ministros de Asuntos Exteriores de los países de la Liga Árabe, reunidos en el Cairo con motivo de urgencia, han emitido una declaración condenando la decisión y pidiendo al presidente republicano que se retracte. De hecho, el representante libanés llegó a proponer tomar medidas diplomáticas e incluso imponer sanciones económicas contra Estados Unidos. Varios líderes internacionales, como Emmanuel Macron, se han manifestado en contra del movimiento estadounidense. El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, ha sido uno de los más vocales en su rechazo, calificando a Israel de “estado terrorista” e “invasor” y afirmando que Donald Trump ha abocado a la región a un «círculo de fuego».
Según Nikki Haley, embajadora de Washington ante las Naciones Unidas, esta decisión aspira a facilitar el avance de las negociaciones de paz entre Palestina e Israel al eliminar el tema de Jerusalén de la ecuación. Pero para muchos este movimiento unilateral va a poner en riesgo la posición de Estados Unidos como mediador en el proceso de paz; proceso que, por otra parte, lleva prácticamente congelado -e incluso en decadencia, visto el avance de los asentamientos judíos- desde los Acuerdos de Oslo de 1993. Definitivamente, para los países árabes Estados Unidos ha quedado desacreditado como patrocinador del proceso de paz. A pesar de las razones esgrimidas por la administración republicana, lo más probable es que esta decisión esté motivada por políticas internas estadounidenses. La causa sionista no solo disfruta de gran popularidad en Estados Unidos, sino que además el lobby judío es uno de los más poderosos del país y posee una gran influencia en el entramado de la política nacional, especialmente en el ala conservadora.
Mientras tanto, las calles se han convertido en un hervidero de tensión. Las movilizaciones populares del pasado fin de semana en Gaza, Cisjordania e Israel se saldaron con un balance de cuatro muertos y más de ciento cincuenta heridos. Hamas ha llamado a una tercera intifada, pero por ahora la violencia ha sido relativamente limitada. Las manifestaciones se han extendido a otros países árabes, como el Líbano, e Indonesia.
En cualquier caso la medida, parte de las promesas de Trump durante la campaña electoral, no se verá realizada en un corto plazo. Por “motivos logísticos” su implementación se ha retrasado hasta dentro de seis meses. La ley estadounidense avala tanto la decisión como el retraso en su ejecución, pues una ley aprobada por el Congreso en 1995 estableció el traslado de la embajada a Jerusalén. Sin embargo, hasta ahora todos los presidentes han acudido a un mecanismo recogido por la misma ley que permitía aplazar su implementación cada seis meses para salvaguardar los “intereses nacionales”.
Esta inocua decisión a efectos prácticos está cargada de fuerte simbolismo político y pone fin a décadas de cauta diplomacia por parte de Washington. Todavía están por ver las consecuencias de la decisión de Donald Trump, pero la opinión internacional es prácticamente unánime: al romper con la línea de sus predecesores, la administración republicana amenaza con romper la frágil estabilidad en la región, alimentar el anti-americanismo y desencadenar una oleada de violencia en Oriente Medio. En efecto, es posible que Trump logre su objetivo de romper el impasse de las negociaciones de paz, pero con unas consecuencias completamente opuestas a las deseadas.
La singularidad de Jerusalén
El caso de la Ciudad Santa es uno muy particular. Según la resolución 181 de Naciones Unidas de 1947 para la partición de Palestina, Jerusalén quedaba bajo administración internacional. Sin embargo, la guerra de 1948 que siguió a la declaración del Estado de Israel provocó la división de la ciudad en dos: la parte este ocupada por Jordania y la parte oeste ocupada por Israel, separadas por la llamada Línea Verde. En 1949 el gobierno de David Ben-Gurión declaraba Jerusalén como capital israelí, afectando la capitalidad sólo a la parte occidental de la ciudad. Así, los principales órganos políticos fueron instalados en Jerusalén Oeste: el Knesset, la Corte Suprema, etcétera.
Tras la Guerra de los Seis Días de 1967 Israel se hizo con el control de Jerusalén Oriental, que incluye la zona de la Ciudad Vieja. En su esfuerzo por legitimar y unificar su mandato sobre toda la ciudad, el gobierno israelí aprobó en 1980 una ley que convertía a Jerusalén en la capital “eterna e indivisible” del estado. Sin embargo, hasta ahora ningún Estado había aceptado explícitamente tal declaración.
La importancia simbólica de Jerusalén radica en que la Ciudad Vieja concentra lugares de gran importancia para el culto de las tres religiones monoteístas, a saber: la explanada de las Mezquitas, el Muro de las Lamentaciones y la Iglesia del Santo Sepulcro. Más allá de este valor simbólico y religioso, con sus 850.000 habitantes, la Ciudad Santa concentra la mayor población de la zona.
Teresa Romero
Redactora de OHRE
Categorías:Oriente Medio